sábado, 13 de junio de 2020

El Amante De Los Libros, por Gonzalo (Viejos Relatos)



Pues continuamos buscando en el baul de los recuerdos, que por cierto está bien repleto y extraemos un relato que Gonzalo creó hace poquito mas de un año inspirado en la imagen que podéis ver. 

EL AMANTE DE LOS LIBROS

Celestino tiene como rutina semanal visitar las viejas casetas de libros de la Cuesta Moyano. Ya lo hacía en vida de su padre quien le inculcó el amor por los libros y la pasión por buscar aquellos pequeños tesoros que se  ocultaban en las pilas de papel impreso que abarrotaban, desde hacía casi cien años, las casetas grises arropadas por las enormes copas de los árboles del Jardín Botánico madrileño. No mira apenas las revistas, ni los best sellers, ni se entretiene en las obras de moda, los premios Planeta o cualquier libro que parezca tener menos de 30 o cuarenta años. Está convencido de que necesitan al menos ese tiempo para adquirir “personalidad” propia, es decir el olor, la textura, la patina singular que los haga únicos y preciosos a sus ojos de sabueso en ese singular mundillo.

En su larga trayectoria como buscador de libros ha tenido en sus manos incunables, anteriores a la aparición de la imprenta, libros de pergamino, elaborados con piel de vaca y ternero, primeras ediciones del Quijote, del Buscón, de las innumerables obras de Lope de Vega, de Moratín, de Larra, de Becquer…

Las habitaciones de su casa rebosan de libros. El hecho de vivir solo le ha facilitado disponer del espacio a su gusto y apenas tiene otros vicios o aficiones que los libros. Los pocos amigos que le visitan le advierten de que pronto tendrá que hacer algo para que aquello no se convierta en un auténtico mausoleo, sin atisbo de luz exterior, ya que hay ventanas que están tapadas por completo por las pilas de libros que casi colapsan el espacio. Una y otra vez le dicen que por qué no monta una librería o un puesto en el Rastro en el que vender una parte de semejante arsenal. Sin embrago Celestino les responde que antes se quemaría con todos ellos, que venderlos. Para él, cada libro tiene una historia, que en otras manos se desvanecería, sin otorgarle ningún valor. No quiero que esta biblioteca que tanto me ha costado reunir acabe en esas horrendas librerías, de todo a un euro, como si fueran imanes de frigorífico o bagatelas de bisutería de plástico, que solo gente de muy poco gusto estarían dispuestos a adquirir, dijo una vez a Fortu, su mejor amigo, cuando le insistió en que debía deshacerse de parte de sus libros.

Esa mañana de invierno Celestino la quería dedicar por entero a recorrer una por una las treinta casetas de la Cuesta, desde la estatua de Claudio Moyano, el ministro de instrucción pública que elaboró la primera ley de Educación que hubo en España y también la más longeva de todas las que se han legislado y que solo quedaría derogada completamente con la Ley General de Educación de mil novecientos setenta, después de ciento trece años. Lo mismo que todas las que ha habido en las cuatro décadas siguientes, que suman más de ocho. En la parte más alta concluye la cuesta en otra estatua, la del gran novelista Pío Baroja, uno de los grandes valedores de este espacio, ligado también a otros grandes escritores que lo recorrieron innumerables veces, como Azorín, Valle Inclán, Ortega y Gasset, Camilo José Cela y hasta el mismo Ernest Hemingway. Uno de sus grandes defensores, Ramón Gómez de la Serna la nombraba como “la Feria del Boquerón”, porque el valor de los libros era equivalente a lo que se pagaba por la popular tapa en cualquier bar. Francisco Umbral decía de la Cuesta que era la calle más leída de Madrid. Celestino se había cruzado con cantidad de escritores, famosos muchos de ellos y sabía que hasta la misma Patti Smith se paseó por ella y se llevó algunos libros de la caseta veinticinco, la dedicada a la música. También sabía que buena parte de los miles de volúmenes que la familia Baroja atesoraba en su casa familiar de Vera de Bidasoa, procedía de las compras incesantes de Don Pío, considerado un gran cazador de libro antiguo.

Como él, Celestino olfateaba más que miraba los libros apostados en los anchos mostradores. Se dejaba llevar por olores de viejas humedades, de armarios de roble y de nogal encerrados por generaciones en el mismo espacio, acumulando polvo, impregnándose del olor del cocido y la paella, de perfumes dulzones, de flores secas aplastadas, de pétalos de rosa y amapola, de manchas de vino o de café, que acababan por deformar los libros y otorgarles perfiles singulares, herrumbrosos y cargados de restos acumulados por el tiempo y el uso. A Celestino le excitaba adivinar qué manos pasaron las páginas y doblaron la esquina de las hojas o rasgaron sin querer el papel frágil y quebraron un verso o una frase. Cada vez más, Celestino buscaba solo aquellos libros que albergasen cuantas más huellas mejor.

En la tercera caseta que visitó Celestino esa mañana le llamó la atención un libro de poemas en francés. Se trataba de Una temporada en el Infierno de Rimbaud, el poeta maldito que apenas escribió dos libros y se convirtió en icono de los poetas bohemios. Su enigmática vida le llevó, aún joven, hasta África. Etiopía y Somalia fueron su destino de aventurero y traficante de armas, lejos del París modernista de fin de siglo y de la Europa que se preparaba sin saberlo aún para la Gran Guerra. Reconoció el color asalmonado de la portada y el dibujo que la acompañaba. Se quedó parado unos minutos, incapaz de cogerlo en sus manos, recordando a quien se lo había regalado hacía más de treinta años. Era Candela, la única mujer a la que había amado de veras, la única que habría podido transformar el rumbo solitario de su vida. Le regaló aquel libro antes de irse a África a hacer su servicio militar como si fuera una premonición del infierno que le tocaría vivir, aunque él le dijo a Candela que el tiempo pasaría más rápido que lo que tardase ella en leerlo. No ocurrió así pues, de hecho, pasaron varios años hasta verse de nuevo. Celestino se decidió a coger el libro y al abrirlo, cayó de su interior una carta manuscrita, con grafías borrosas, apenas legibles. Enseguida reconoció su propia letra, un lugar y una fecha. Islas Chafarinas, agosto de 1981.

“Querida Candela: Han pasado ya meses desde que pudimos vernos por última vez. Te amé entonces de forma tan desesperada que tú te asustaste y dijiste no reconocerme. Había desaparecido en mí, a tus ojos, aquella delicadeza que te subyugaba, aquella dulzura que me inspiraba tu ingenuidad y tu ternura. Me sentí perdido en aquel sinsentido de ver como mi vida se iba reduciendo a obedecer las órdenes de personajes irracionales a los que les importaba un carajo lo que yo sintiera. Parecían disfrutar creando situaciones de humillación y violencia y yo no estaba preparado para eso. Obligarme a disparar un fusil al que odiaba, permanecer durante horas sintiendo merodear las ratas en la noche, haciendo guardia frente a un mar de carbón y un viento helado que me hacía temblar y añorar con angustia la enorme lejanía de tus ojos y tu boca. La desesperanza me ha vencido y no he sido capaz de contenerme, cuando un cabo primero se ha empeñado en hacerme imposible la vida. Tanto me insultaba y se burlaba de mí que un día, en plena marcha le pegué un culatazo con mi cetme,en la cabeza. De resultas de ello me han condenado a permanecer seis meses más en el servicio militar y mientras él no acabe de sentir los efectos de mi golpe, ese plazo podría prorrogarse.

Te juro que lo único que me mantiene con ganas de seguir vivo es tu recuerdo, la certeza de que volveré a verte algún día, de que podré abrazarte, besarte y volver a verme rodeado por tus brazos.

Los próximos cuatro meses estaré aquí en este islote, alejado de todo. Solo veo el mar y la costa de África a lo lejos. Cuento las horas y los días que me faltan para volver a verte, pero no sé, en realidad, los que me quedan para que eso ocurra. Sería egoísta por mi parte pedirte que me esperes, pero no deseo otra cosa en este mundo, sino eso. Te quiero mi Candela. Celedonio

Al final pasó más de un año desde el envío de aquella carta. Cuando volvió  Celedonio Candela ya no estaba. No había contestado a ninguna de las muchas cartas que le siguió enviando, por lo que no sabía que ella ya no vivía en el barrio. Parecía que Candela no quisiera saber nada de él y nadie de aquellos a los que preguntó supieron o quisieron decirle nada. Dos años después de su vuelta, Celedonio se cruzó con ella en la Puerta del Sol, en medio de la muchedumbre que abarrotaba la plaza en plenas fiestas navideñas. Se quedaron parados, mirándose y cuando  quiso acercarse a ella, Candela le dio la espalda para besar en los labios a una chica que él nunca había visto. Después, ambas, abrazadas, se perdieron entre la multitud mientras ella le lanzó la última mirada de despedida y Celedonio sentía los acelerados latidos de su propio corazón. No tuvo la osadía de seguirlas, ni volvió a preguntar a nadie por Candela, desde entonces.

Celedonio había vuelto a sentir el pulso acelerado, avivado por los recuerdos, pero después de repasar las páginas del libro, una por una, lo volvió a colocar en su sitio. Para él, aquel ejemplar nunca sería un tesoro de aquellos en los que buscaba la huella de los otros, pues sabía lo que había oculto en él. Lo dejaría allí para que otra persona tan ávida como él de desvelar enigmas o de perseguirlos tan solo, pudiese imaginar una historia diferente que tuviera un desarrollo y un final distintos a la real, que solo él y Candela conocían.
Celedonio prosiguió su paseo, cuesta arriba, deseoso de encontrar alguna otra pequeña maravilla que saciase su hambre de atisbar las historias y vidas encerradas en aquellas frágiles joyas de papel, que se habían convertido en su más grande y auténtico amor de su solitaria vida.

1 comentario:

  1. Un intenso relato que sin duda cautivará a todos.
    Gracias Gonzalo por tu aportación.

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